La renuncia de Benedicto XVI al papado sacudió al mundo y propició la segunda revolución franciscana
( Publicado en EL CORREO-Digital por Pedro Ontoso el miércoles, 26 de febrero de 2014 )
Varios cuervos se posan sobre una estatua de la basílica de San Pedro, en el Vaticano. |
Benedicto XVI reapareció el pasado sábado en un
acto público cargado de simbolismo. El nombramiento de los primeros
cardenales de Francisco, los que le asesorarán en su pontificado,
abierto de una manera abrupta, ahora hace un año, cuando Ratzinger
recuperó la energía de su antiguo ‘brazo de hierro’ y pegó un puñetazo
sobre la mesa. «La llegada de Francisco ha hecho que por aquellas
ventanas que dejó abiertas Juan XXIII entrase ahora un viento austral,
unas veces suave como la brisa, otras huracanado, pero siempre saludable
y respirable para las estancias de la Iglesia», escribe Pedro Miguel
García Fraile, en el prólogo del libro ‘El valor de una decisión’ (PPC),
en el que Juan María Laboa, Vicente Vide y Manuel Reyes Mate analizan
los motivos y las consecuencias de aquel ¡basta ya! Un total de 174
palabras en latín, que corrieron, Urbi et Orbi, antes de que el viejo
profesor de Baviera se despidiera como ‘el barrendero de Dios’, «el que
habría limpiado la Iglesia de Cristo de las corruptelas, escándalos y
pecados heredados».
¿Se trataba acaso del final de una idea sacra del
papado?, se pregunta Laboa en la primera parte del libro cuando analiza
la sorpresa y el desconcierto generado por aquel anuncio, con el que
muchos católicos sintieron el ‘horror vacui’, el horror al vacío en una
institución tan sólidamente establecida, diseñada y estructurada. «El
hombre que gozaba del poder más personal y más influyente en las
conciencias del mundo lo abandonó con calma, con paz y simplicidad, y se
introdujo en el mundo del silencio y de la intimidad», escribe.
El profesor emérito de la Universidad de Comillas
recuerda que, según la tradición, el apóstol Pedro murió en la cruz en
Roma hacia el año 65 de nuestra era y que a partir de ese momento, los
obispos de Roma ejercieron su oficio hasta su muerte, «o a veces hasta
que la imposición de los poderosos o su propia voluntad determinaba su
punto final». El obispo de Roma era el sucesor de Pedro y se va
elaborando su sublimación. «Teólogos y canonistas romanos despliegan su
ingenio en la enumeración de títulos y en la atribución de poderes que
poco a poco van sedimentando y creando una aureola que seguramente se
fundamentaba menos en el Evangelio que en la exageración sacerdotal de
cuanto la tradición y la historia atribuían a emperadores y reyes».
Laboa se refiere a una imagen literaria y poética
que terminaba «peligrosamente» teológica. «Los papas, exaltados con
desmesura, fueron comportándose, en consecuencia, como monarcas,
legisladores y jueces absolutos de la catolicidad. La Curia se convirtió
en una maquinaria poderosa de control, de acumulación de beneficios y
dinero, de imposición y castigo. Era impersonal en el ejercicio del
poder, aunque cada uno de sus miembros tenía sus objetivos y ambiciones
bien concretas. Para convertirse en un poder absoluto, los papas
necesitaban una Curia implacable, poderosa, dominadora y dócil, y lo
consiguieron».
Benedicto XVI reconoció que ya no tenía las
fuerzas requeridas para ejercer adecuadamente ese cargo. La renuncia
demostró la situacion de indefensión en la que se encontraba el Papa en
la Curia romana, «dividida y enfrentada, demasiado mundanizada, apegada a
unos vicios y unas ambiciones propias de la política y el poder»,
señala el historiador de la Iglesia, para quien este abandono ha puesto
de manifiesto, también, la urgente necesidad de cambiar, transformar y
modernizar el sistema del gobierno central de la Iglesia.
Vicente Vide, decano de la Facultad de Teología de
la Universidad de Deusto, destaca en su análisis que lo que está en
juego es la credibilidad de la Iglesia. Por eso arranca ya con unas
palabras «proféticas e iluminadoras» de Benedicto XVI: «Hoy la Iglesia
se ha convertido para muchos en el principal obstáculo para la fe. En
ella solo puede verse la lucha por el poder humano, el mezquino teatro
de quienes con sus observaciones quieren absolutizar el cristianismo
oficial y paralizar el verdadero espíritu del cristianismo». Y lo decía
diez años antes de su sorprendente renuncia cuando ya el gobierno
quedaba en manos de secretarios y miembros de una curia centralizada y
piramidal.
Pero «de la cruz no se baja», pontificaban los
viejos dinosaurios del Vaticano. Vide valora el significado
«cristológico y eclesiológico» de la renuncia de Ratzinger. «El papa,
que fue prefecto, defensor firme de la fe, valedor del pensamiento
metafísico fuerte, asume también la debilidad, la contingencia y el
anonadamiento al dejar la silla de Pedro vacía, y la imperfección, ante
muchos ojos eclesiales y humanos, de no terminar con la muerte su
pontificado». El teólogo insiste: «Desmitificar el papado, como lo ha
hecho Benedicto XVI, contribuye a la credibilidad del mismo y de la
Iglesia como así ha sucedido. Es sorprendente cómo en unos meses ha
aumentado la credibilidad y la imagen pública de la Iglesia. Es verdad
que se debe sobre todo al papa Francisco, pero la elección de papa
Francisco ha sido posible gracias a la renuncia de Benedicto XVI»,
defiende.
Vicente Vide pone en valor la carta que envió el
jesuita Henrio Boulad a Benedicto XVI en 2009 con un diagnóstico
eclesial muy acertado, que coincide con lo que ahora impulsa el jesuita
Bergoglio. En la carta de Boulad, padre egipcio-libanés de rito
melquita, se señalaba cómo la práctica religiosa está en constante
declive y los seminarios y noviciados se vacían. Y se advertía de que el
lenguaje de la Iglesia es «obsoleto, anacrónico, moralizante y
totalmente inadaptado a nuestra época». Proponía una renovación y
reformulación teológica y catequética, «superando una fe demasiado
cerebral, abstracta y dogmática». Vide observa que lo que proponía en el
plano moral «coincide con el planteamiento que también está haciendo
Francisco: los dictámenes del magisterio sobre el aborto, el divorcio y
la moral sexual requieren algo más que declaraciones categóricas,
necesitan de un tratamiento pastoral, sociológico, psicológico y
humano», propone.
El compromiso de llamarse Francisco
Reyes Mate, profesor de Investigación en el
Instituto de Filosofía del CSIC, entiende la renuncia de Ratzinger como
un gesto apocalíptico y reflexiona sobre la temporalidad del ministerio a
través de una comparación entre el discurso del Papa y de su colega
alemán Johann Baptist Metz, que representaban dos teologías
contrapuestas. El segundo defiende que la apocalíptica es la madre de la
teología cristiana. «Los acontecimientos –escribe Reyes Mate– obligan a
las personas ya las instituciones a repensar los compromisos y las
promesas. Auschwitz, por ejemplo, cuestiona las consoladoras teologías
de la historia a lo Teilhard, Pannenberg o Ratzinger».
El filósofo concluye que Francisco es el Papa que
sucede al que renunció, es decir, en él se encarna el nuevo tiempo, por
lo que la pregunta es «si tendrá el coraje de transformar este
acontecimiento en un giro apocalíptico». Reyes Mate destaca que
Francisco no solo abraza el ideal de pobreza, «sino que lo funda en una
renuncia que no es al ministerio papal, sino a algo mucho más radical:
la renuncia a todo derecho, al derecho a ser sujeto de derechos. El
derecho es imperio de la ley, es decir, poder. Su fuerte no es una nueva
doctrina sino una nueva forma de vida», sostiene.
En cualquier caso, Reyes Mate admite que los
primeros pasos de este franciscanismo prometen mucho y son
esperanzadores. «El sabrá por qué ha elegido ese nombre», destaca. Juan
María Laboa entra también en este debate. Bergoglio eligió el nombre de
Francisco «un nombre que es incompatible con el fasto, la soberbia de
los ojos, el alejamiento de los hermanos, el poder y la gloria humanos.
Ningún papa se había atrevido a adoptar este nombre, porque fueron
conscientes del compromiso que significaba».
¿Es extraordinario y desconcertante todo lo que ha
hecho y predicado Francisco desde sus primeros días? Laboa sostiene que
lo que debiera desconcertarnos es que «el obispo de Roma, el llamado
vicario de Cristo, navegue entre lujos, acompañado de guardias suizos,
rodeado de obispos que actúan como monaguillos, en tronos, palacios,
sillas gestatorias y rodillos mecánicos, envuelto en sedas, puntillas,
armiños, mantos, manteletas, zapatos de Prada y mil zarandajas
semejantes, siempre, eso sí, acompañado de una cruz en la que cuelga
nuestro Fundador. Si volviera Cristo ¿cómo se presentaría? No lo
sabemos, pero ¿lo imaginamos disfrazado de tal guisa?